Cerebro clínico | 23 ENE 18

Querido Tom (The show must go on)

La sociedad del rendimiento, la explotación de uno mismo y el imperativo de matar la señal
Autor/a: Daniel Flichtentrei 

"La violencia de la positividad no es privativa, sino saturativa; no es exclusiva, sino exhaustiva. Por ello, es inaccesible a una percepción inmediata". Byung-Chul Han

El genial músico Tom Petty falleció hace pocos meses en su casa de Malibú a los 66 años de edad. Los resultados de los exámenes post-mortem realizados por la oficina forense de Los Ángeles atribuyeron su muerte a una "falla orgánica multisistémica" tras ingerir una mezcla tóxica de múltiples medicamentos analgésicos, entre ellos fentanilo y oxicodona. Tom padecía de dolor crónico en muchas localizaciones y de lesiones en su cadera que finalizaron en una fractura. El dolor era insoportable. Sus numerosos compromisos -con más de 50 shows contratados- le hicieron tomar la decisión de ignorar el síntoma silenciándolo con fármacos que le permitieran continuar con su trabajo. Todos los que amamos su música sentimos el dolor de la pérdida. Ahora también sentimos la obligación de reflexionar acerca de otros “dolores” que nos involucran como sociedad.

Lo que la epidemia de opioides oculta

En los EE.UU. se señala desde hace varios años que existe una grave “epidemia de opioides” que se cobra alrededor de 50.000 vidas al año y muchos más que sobreviven con adicciones pagando un precio dramático en sus existencias personales. Los casos de sobredosis se incrementaron en un 28% solo durante el año 2016. Los presupuestos de salud se resienten, la medicina no logra encontrar soluciones que prevengan esta catástrofe; ¿por qué?

Una “epidemia de opioides” es una forma elíptica de mencionar la consecuencia para ocultar su causa: la verdadera epidemia no es opioides sino de dolor. El consumo descontrolado de analgésicos es la irresponsable respuesta para mitigarlo y la adicción un efecto secundario del abordaje irreflexivo de un síntoma ignorando sus motivos. Dos nuevos problemas amenazan el bienestar y la salud de las personas en el mundo de hoy: el dolor y el cansancio o fatiga. La medicina los enfrenta con sus limitados recursos y con una actitud que se ha convertido en un grupo de reglas o principios de acción naturalizados como sentido común sin que nadie se anime a cuestionarlos:

  1. Las personas no deben sufrir.
     
  2. Cualquier esfuerzo está justificado para mantener a las personas activas y productivas.
     
  3. Un síntoma para el que no se encuentra daño que lo justifique no existe como enfermedad.
     
  4. La medicina se ocupa de las causas próximas, no de las causas raíz que escapan a su estrecho campo de visión.

Matar la señal

El dolor –como otras señales- aparece evolutivamente para indicar alarma por daño inminente y/o daño consumado. Es una parte fundamental de la compleja respuesta de protección orgánica. Su mecanismo consiste en estimular la conciencia con el mensaje perceptivo que se proyecta sobre la zona amenazada o dañada. Su función es la de modificar la conducta mediante un estímulo inhibitorio. Al igual que la fatiga, el dolor pide reposo, suspensión de la actividad que es interpretada como peligrosa en el contexto en el que ocurre. Atención a las señales del cuerpo y suspensión de la actividad para dar lugar a la reparación y prevenir un riesgo mayor, dos cosas que la cultura en la que vivimos no se permite.

Para la medicina la fisiopatología va del síntoma al daño, la mera existencia de síntomas sin evidencias de daño produce una disonancia cognitiva. Sin embargo, esta situación es hoy uno de los trastornos más frecuentes. La aparente paradoja de señales sin emisor, desorienta al clínico ya que sus categorías no le permiten clasificar el cuadro. Las denominaciones abundan: síntomas sin explicación médica, trastorno somatomorfo, psicosomático, alteración funcional, etc. Las etiquetas describen más la desorientación que la clínica que los pacientes presentan. El dolor o la fatiga crónica producen enorme padecimiento en cientos de miles de personas a las que la medicina no puede clasificar y, en consecuencia, culpa de su propio padecimiento. Ya hemos publicado en IntraMed acerca de este problema en la encefalomielitis miálgica con síndrome de fatiga crónica.

El caso del dolor crónico sin daño ostensible de órganos o tejidos es también un motivo frecuente de incertidumbre clínica. Si reconocemos la señal pero no encontramos el daño, optamos por alguna de dos intervenciones, ambas erradas y con frecuencia catastróficas.

  1. Negamos la existencia del cuadro.
  2. Matamos la señal (analgésicos, estimulantes, sedantes, etc).

1. La primera condena al enfermo a padecer el síntoma y también la incomprensión, la descalificación de su narrativa y la falta de acompañamiento. Esta situación ha sido abordada por muchos filósofos de la medicina adoptando la denominación de Miranda Fricker de “injusticia epistémica”. En un libro muy recomendable hace afirmaciones que deberían obligar a la reflexión en el ámbito de la medicina.

Una injusticia epistémica se produce cuando se anula la capacidad de un sujeto para transmitir conocimiento y dar sentido a sus experiencias sociales. Fricker analiza y hace visible el error que se comete —y las consecuencias que acarrea— cuando se desacredita el discurso de un sujeto por causas ajenas a su contenido. La autora determina dos tipos de injusticia epistémica: la que se produce cuando un emisor es desacreditado debido a los prejuicios que de él tiene su audiencia —la injusticia testimonial—; y la que se produce ante la incapacidad de un colectivo para comprender la experiencia social de un sujeto debido a una falta de recursos interpretativos, poniéndolo en una situación de desventaja y de credibilidad reducida —la injusticia hermenéutica.

La caracterización de estos dos fenómenos arroja luz sobre infinidad de cuestiones, como el poder social, los prejuicios, la razón o la autoridad de un discurso, y permite revelar los rasgos éticos intrínsecos en nuestras prácticas epistémicas.

2. La segunda opción elimina una señal impidiendo que lo señalado por ella se haga manifiesto y modifique la conducta. El sueño de una humanidad sin dolor es absurdo y peligroso ya que consiste en privarnos de las señales que nos protegen de daños mayores. La especie nos ha dotado de exquisitos mecanismos defensivos que apelan al síntoma para modificar la conducta: náuseas, vómitos, diarrea, tos, asco, aversión, miedo, ansiedad, palatabilidad, etc. Manipularlos desconociendo el mensaje biológico que encierran es una forma enfática de ejercer el desconocimiento de los sutiles sistemas de señalización que facilitan la adaptación al ambiente y nos preservan del colapso vital. Atenuar el sufrimiento no puede consistir en ignorar el peligro que esos síntomas señalan.

 

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